EL HOMBRE PALET

Lo que te pierdes por miedo

Cuando empecé mi actual relación de pareja yo era un auténtico gilipollas.

Era de esos que decían “acabo de pasar por una ruptura muy complicada y no quiero nada serio”.

Por supuesto, no quiero nada serio – me repetía – pero quiero meterme dentro de ti, de nuevo.

Como si meterme físicamente dentro de ti fuera no fuera algo íntimo. ¿Cómo es posible que lleguemos a esto?

Lo más sorprendente, es que con esa mentalidad, hubiera conseguido tener relaciones estables, con mujeres que me permitían ser así de gilipollas.

-No tienes que casarte conmigo por ser cariñoso, gilipollas- Alguna frase así me gané, con suficiente motivo.

Aún no entiendo cómo hombres maduros, por edad al menos, podemos llegar a pensar así.

Cómo podemos rebajar el sexo a un simple contador para fardar en un bar. Cómo no podemos darle la importancia que tiene a ese contacto tan humano e íntimo. Cómo, en conclusión, podemos llegar a creer que tener sólo sexo, no es tener nada “serio” con otra persona. Y así, si se acaba, no te va a doler.

Dejadme que os explique.

Si se tiene que acabar se va a acabar.

Si te comportas como un gilipollas, se va a acabar, y antes incluso.

Y te va a doler.

Si no duele cuando se acaba, es que dolía cuando pasaba.

Por muchas copas que te tomes con los amigos.

Por mucho que te digas que eso no era una relación seria y que no la echas de menos.

Por mucho que te repitas que esto era lo que tú querías. ¿No?

Y no sólo te va a doler la pérdida.

En la mayoría de ocasiones, cuando seas capaz de darte cuenta de lo que dejaste de vivir por no implicarte de verdad, te va a doler mucho más.

Si vas de duro.

De esos que dicen “ha estado bien, pero prefiero dormir sólo”.

O de esos otros que usan frases del tipo “yo ya te dije al principio que sólo quería que nos lo pasáramos bien”.

Si sigues así. Te aviso:

Te estás perdiendo la vida.

Te doy permiso:

Para decirle “te quiero” con la boca abierta lo más grande que puedas.

Para bucear al fondo de sus ojos y soñar, despierto, que vives ahí.

¿Que llamarla “pareja” se te hace raro o pronto? ¿Qué no te planteas un futuro con ella? ¿Futuro?

¿Cuánto piensas vivir? Llámala por su nombre. Pasa de etiquetas. Pero trátala bien, joder.

Trátala con la seriedad de la intimidad y de saber que lo que tocas es sagrado.

Yo probablemente seguiría así. Siendo un gilipollas.

Hasta que me chocaron de frente con el espejo y vi lo que proyectaba.

Me hicieron parar, pensar y romperme en trocitos pequeños.

Tenía construido un mundo muy seguro, al menos eso parecía. Muy estable. Porque pasara lo que pasara a mí no me afectaba. Porque en alguna parte escuché que si no me implicaba, no sentiría y así luego no me dolería. Y me lo creí.

A mí me hicieron quitarme las máscaras una a una. No sabes cuánto duele.

Las máscaras no los quitas y ya está. Hay que romperlas. Una a una. Y por cada máscara que rompes tomas consciencia de lo que has hecho y dicho con ella puesta.

Alguien a quien le dije en su día, mirándola a los ojos, que no estaba enamorado de ella, aun deseando volver a dormir con ella una y otra noche más. Ese alguien fue quien me hizo ver qué clase de disparates tenía en mi cabeza.

Mi yo antiguo le advirtió que yo nunca volvería a caer en esa mentira del amor.

Que ese concepto lo genera un cúmulo de drogas cerebrales estúpidas que te hacen perder la razón. Y yo… Yo era más listo que todo eso.

Pero por suerte a ella la escuché.

Empecé a dejar que me hiciera alquimia en invierno. En el Valle del Jerte.

Casa rural de piedra, suelos de madera, chimenea, vino, mucho sexo, o era amor y magia. No sé, ya no lo tengo tan claro.

Cerré los ojos.

Me dejé llevar.

Me quité una a una las máscaras que había coleccionado tras tantos años.

Lloré.

Y otra máscara.

Luego otra.

Hasta que me quedé sin ninguna máscara más que mostrar.

Tomé consciencia de quién era. Y de lo que he estado haciendo.

No es trabajo de un día. El amor es un estado al que se llega con el conocimiento teórico y mucha práctica. Con aprendizajes y desaprendizajes. Y sobre todo con ganas de hacerlo bien.

Es un trabajo de meses.

Hasta acabar tirado en un suelo de madera. Roto. Apenas sin aire y con cara de no creer en nada. Olvida lo aprendido. El suelo se caía. Nada donde apoyarse. Todo era humo.

Yo no sé en qué momento nos aleccionan tan bien para ser gilipollas, pero es un trabajo tan profundo que soltar las máscaras se vuelve complicado.

Pensé en ir pidiendo perdón una a una a las personas a las que traté mal en su día.

No es que no me lo dijeran antes.

Es que no las escuchaba porque tenía aprendido que lo mejor era seguir así.

¿Quién me lo dijo? ¿En qué momento? ¿Cómo pude dejarme embrutecer de esa manera?

Cuando quedas con los amigos de toda la vida. De esos que ya están casados, que ya son padres. Y sólo escuchas hablar de estereotipos de machos. Nada más allá de “mira esa cómo está”. Nada acerca del cuidado a la pareja, a la familia o a los hijos. Nada de si le duele el alma.

Me doy cuenta de que esa es la forma en la que nos comunicamos los hombres. Al menos es útil para sentirse integrado en un grupo en ciertas edades claves. Así puedes pasar el colegio y el instituto sin daños colaterales. Pero ¿por qué tantos hombres nos quedamos ahí?

Curiosamente, si no hay grupo, si vas uno a uno hablando con ellos, puedes hablar con cualquiera de lo que sea y compartirá sus sentimientos. Pero nunca en grupo.

¿Y por qué los sentimientos son propiedad exclusiva de las mujeres?

Yo considero que vivimos en el mundo que nosotros hacemos.

Yo no me conformo.

Yo quiero un mundo mejor para mis hijas.

Con menos gilipollas.

Con menos tíos como era yo.

Y aunque me miren raro cuando tome cañas con los amigos. Seré feminista, sensible o lo que cojones quieran pensar.

Ya no me callo.

Ya no soy lo que se supone que debería ser.

Ahora ya no tengo miedo a ser yo, sin máscaras.

El que soy.